El estadio Olímpico vistió sus mejores galas en 1983 | Foto: IND

La magna justa continental de 1983 reivindicó ante un mundo que dudaba sobre su celebración

 

Especial Antonio Castillo 

 

Mucho se ha comentado sobre lo exitosos que resultaron los Juegos Panamericanos celebrados en Caracas hace exactamente 40 años con motivo del Bicentenario del natalicio del Libertador Simón Bolívar. Pero antes de la competición dura y pura se presentaron conflictos que amenazaron incluso la celebración de la justa continental.

En efecto, antes de ese 14 de agosto, fecha de la inauguración de la cita americana del deporte, el Comité Olímpico Venezolano que presidía entonces Jesús Chirinos, se había enfrascado en una pugna con las autoridades del gobierno nacional de Luis Herrera Campíns. Paralelamente se había descubierto un foco de corrupción en el Comité Organizador de los Panamericanos que tuvo su colofón con el incendio de la sede de Copan-83, ubicada en la zona rental de la plaza Venezuela y que redujo a cenizas las posibles pruebas del sospechoso manejo de las arcas del organismo liderado en ese momento por Carlos Lovera.

Evidentemente las salas de redacción deportivas de los periódicos se habían convertido en una febril vorágine de informaciones encontradas, las cuales apuntaban en su gran mayoría que los Juegos no se iban a realizar en la fecha prevista.

Sin embargo, en una jugada maestra, el Presidente Herrera, en una decisión de Estado, le abrogó toda la responsabilidad de la justa al doctor Guillermo Yépes Boscán, un zuliano de recia personalidad que fungía entonces como ministro de Turismo.

“De inmediato me reuní con ´Papelón´ (Oswaldo) Borges, quien se comprometió conmigo para llevar adelante esta cruzada, costara lo que costara y así lo hicimos”, confesó años después el ministro marabino de la barba perfecta.

Así se comenzó a trabajar a marchas forzadas, rematando escenarios, afinando estrategias con las delegaciones visitantes, reforzando planes de seguridad, confirmando invitaciones olvidadas, en fin.

Lo cierto es que con el tiempo agotándose inexorablemente, las autoridades debieron apelar a medidas realmente extremas como pintar el deteriorado césped del estadio Olímpico de la UCV, escenario de la inauguración, o retocar con cemento y yeso fachadas y paredes de la Villa Panamericana en Guarenas a escasas horas del inicio del magno evento.

Para colmo llovió ese 14 de agosto en Caracas, pero finalmente Francisco “Morochito” Rodríguez encendió el pebetero y los atletas de las 35 delegaciones de América pudieron desfilar sin mayores problemas, salvo aquellos que lucieron pantalones blancos o beige que se vieron barnizados –hasta casi las rodillas- con el desteñido verde de la grama del estadio ucevista.

Laboratorio sofisticado

Ya en el frenesí de las competencias, con las bellas softbolistas estadounidenses y canadienses haciendo de las suyas en el diamante, las eliminatorias de los saltos ornamentales en la fosa olímpica del impresionante Naciones Unidas, con la clavadista argentina Verónica Ribot acaparando las miradas de atletas, entrenadores, periodistas y público en general, más los irreverentes desplantes de los basqueteros estadounidenses con un jovencísimo Michael Jordan a la cabeza, los juegos transcurrieron si se quiere plácidamente. Hasta que en el Centro de Prensa comenzó un sibilante rumor que presagiaba tormenta en el horizonte.

Se había puesto en funcionamiento un sofisticado control antidoping que literalmente desestabilizó las estructuras deportivas de varias delegaciones y que incluso hizo huir a atletas a sus respectivos países por presentar «problemas personales”. Ya avanzadas las competencias la organización le arrebató en principio las medallas a pesistas cubanos que habían ganado fácilmente. Daniel Núñez, estandarte de la Revolución fue uno de los primeros en caer, mientras que un buen grupo de atletas de Estados Unidos se marcharon sin decir adiós. En total fueron 17 los casos de dopaje en los Juegos de Caracas, que dejaron un amargo sabor de boca entre los puristas del deporte.

El show debe continuar

Pero como el show debía continuar, tras esas escaramuzas de laboratorio, la atención se centró en las especialidades donde los competidores venezolanos tenían chance de medallas y es así que a medida que se acercaba la final de los 800 metros planos la tensión crecía. ¿La razón? , la máxima esperanza del atletismo venezolano, William Wuycke, había clasificado a la ronda decisiva. Wuycke, como estudiante de la Universidad de Alabama había logrado registros que hacía soñar a sus compatriotas, y en este sentido las expectativas eran bárbaras. Los que no pudieron estar en el estadio Olímpico de la UCV, pues se instalaron al frente de sus televisores para ver la carrera. Nadie quería perder detalle, como cuando Cañonero (12 años antes) ganó el Kentucky Derby.

Los corredores se alinearon, y al escuchar el pistoletazo iniciaron una carrera despiadada, alucinante. Nadie quería ceder un centímetro. Hacia el final del último recodo, el pequeño Wuycke apretó el paso y en un intento por rebasar a los punteros, tropezó con el brasileño Egberto Guimaraes y se fue al suelo junto con las ilusiones de millones de venezolanos.

Hubo reclamos, le quitaron el triunfo a Guimaraes y posteriormente los jueces lo reinstalaron en lo alto del podio, mientras que Wuycke se lamentaba de su mala suerte.

Al final las medallas de oro de los luchadores del sambo, del tiro con el “tuerto” Edgar Espinoza a la cabeza, de los tenistas Nuria Alasia e Iñaki Calvo, de la judoka Allison Henry y del gallo del boxeo Manuel Vílchez suavizaron la caída de Wuycke e hicieron olvidar los desplantes de Jesús Chirinos y los turbios manejos de Copan.

En definitiva, en ese ya lejano 1983 se impuso el deporte y Venezuela logró la mejor cosecha de su historia en unos Panamericanos que estuvieron a punto de no realizarse.